El taxi nos dejó en la entrada a la carretera Puerto Ayutla – Santa María de los Cocos. Veintitrés kilómetros de sierra nos separaban del albergue. Eran las 5pm y teníamos dos opciones: emprender el camino de regreso a Concá y olvidarnos del Sótano de barro o continuar caminando durante siete horas hasta el albergue de Santa María de los Cocos, llegar y dormir sólo para despertar cuatro horas más tarde y emprender la subida al sótano.
Por un lado, el Sótano de barro es uno de los diamantes en bruto del turismo en Arroyo Seco, tal vez incluso de toda la Sierra Gorda en sí, y perdérselo no sólo significaba no completar nuestro inventario sino echar en falta dentro de nuestra investigación uno de los principales atractivos turísticos del municipio entero; por el otro, el hecho de caminar veintitrés kilómetros de subidas y bajadas, sin ninguna otra población entre Santa María y nuestro punto de partida, con sólo dos botellas de agua de un litro para todos y con la cereza al pastel de que en esa carretera se habían avistado pumas, obviamente significaba desobedecer a nuestro sentido común. O al menos al mío.
Después de discutir pros y contras se hizo una votación y perdí: comenzamos a subir la carretera hacia Santa María de los Cocos.
He de admitir que afronté la situación con sarcasmo, diciéndoles a todos que había sido un placer conocerlos y que el primero en morir, si no nos lo arrebataba un puma, iba a convertirse en nuestra cena (porque ni siquiera llevábamos algo para comer). Cuando por fin me tranquilicé me di cuenta de que llevábamos alrededor de cuarenta minutos caminando. El sol ya no era tan fuerte pero aún pegaba. Aún así, sabía que íbamos a extrañarlo en cuanto se fuera.
Unos minutos más tarde comenzaba a atardecer. Como mucho teníamos una hora de luz antes de que oscureciera. Fue entonces que Pame, una de las principales defensoras de la idea de llegar hasta Santa María dijo que era mejor regresar. Mony, la otra defensora secundó la moción. Pero en ese momento yo fui el que dijo que ya habíamos empezado esto y tocaba terminarlo. No nos detuvimos. Avanzábamos mientras trataban de convencerme de regresar y mientras yo, Damián y Yareni les decíamos que si querían, se regresaran, que nos reuniríamos con ellas al día siguiente en Concá.
Después de unos minutos, más por el miedo de regresarse solas que por convencerse, se resignaron enojadas a seguirnos y un silencio largo se apoderó de nuestra caminata. En mi mente yo sólo pensaba las altas probabilidades que había de que esta aventura terminara por lo menos mal. Quiero creer que ese silencio se dio porque todos estábamos pensando lo mismo. Sólo el ruido de nuestros pasos y el sonido de las hojas de los árboles podían escucharse. Hasta que se comenzó a escuchar un tercer ruido que no provenía de ninguno de nosotros. Parecía ser un motor.
No sabíamos si iba o venía de Santa María, tratamos de asomarnos por la orilla de la carretera, pero como ésta iba rodeando cerros era dificil avistar cualquier cosa. Lo escuchamos por espacio de dos minutos, que a mí me supieron como a media hora, hasta que por fin pudimos ver qué era: una camioneta pickup que iba para Santa María de los Cocos. Estábamos salvados.
A falta de transporte público fuera de taxis y del vencedor, un camión que cruza el municipio de norte a sur cada hora, en Arroyo Seco es común que la gente se mueva pidiendo ride. Eso habíamos hecho en la semana viviendo ahí y lo íbamos a hacer una vez más con esa camioneta, solo que esa vez, a diferencia de las otras, no iba a ser opcional recogernos.
Cual si fuera retén, nos atravesamos por todo lo ancho de la carretera para impedirle el paso. Probablemente el chofer se haya asustado pero estoy seguro de que posteriormente nuestro tono de súplica al momento de hablar lo tranquilizó. Nos dejó subir a la parte de atrás de su camioneta con otras personas oriundas de Santa María de los Cocos que también usaban esta forma tan peculiar de transportación.
Me senté en uno de los lados, respiré profundo, vi a mis compañeras con la misma serenidad que yo y cerré los ojos. Hasta entonces me di cuenta de cuán tenso había estado.
Durante poco más de una hora cargué con la idea de que había una buena posibilidad de que algo malo nos pasara. Abrí los ojos y vi a Mony mirándome con una sonrisa.
—Mira hacia atrás, Gous —Me dijo.
No recuerdo un atardecer más hermoso que aquél rumbo a Santa María de los Cocos. Me levanté de la camioneta y me sostuve de uno de los barandales laterales de la caja para observar boquiabierto. Kilómetros de sierra se extendían frente a la vista, ondulaciones de cerros hasta el horizonte y el poco sol que quedaba iluminando cada uno de sus picos generando así diferentes tonalidades de verde y amarillo dependiendo de la distancia a la que estuviera cada uno. Vi más cerca: algunas guacamayas regresaban a las cuevas y bocas que se abrían en los cerros cercanos. El destello de los rayos del sol estrellándose con los cerros y salpicándose hacia el cielo es una imagen que probablemente cargaré en mi conciencia siempre. Abajo todo era color verde. Aquel paisaje no solo valía el viaje a Santa María de los Cocos sino a Querétaro entero en sí.
Sólo duró unos cuantos minutos que yo disfruté como un gorrión en un charco. El resto del camino sólo pensé en ese paisaje. El resto del viaje sólo pensé en ese paisaje. Me había enamorado irremediablemente del turismo, de la Sierra Gorda y de Arroyo Seco. Llegamos al albergue pasadas las 7 de la noche. Cenamos y dormimos temprano. Íbamos a madrugar al día siguiente porque teníamos una cita con doscientas guacamayas verdes que saldrían volando del Sótano de Barro al amanecer.