Quizá uno de los preceptos teóricos más complejos de comprender al elegir una ciencia humanística o social como carrera de vida es la conceptualización de lo que implica la idea de cultura para una sociedad. Hoy es muy normal que categoricemos o escuchemos categorizar a esto y aquello como parte de una cultura propia o ajena; sin embargo, todo se complica cuando comenzamos a reflexionar filosóficamente lo que entendemos como cultura, pues nos encontraríamos con cuestionamientos como: ¿de qué manera definir con exactitud qué es y qué no es la cultura?, o ¿qué aspectos de la vida humana incluye y cuáles excluye?, preguntas que sin duda darían pie a interminables y arduos debates. Tomando en cuenta que el concepto siempre nos llevará a interpretaciones diversas, dependientes del contexto y la percepción desde los cuales se defina, hay algo en lo que sí se puede concordar generalmente al hablar de la cultura, y es que, sea sentimiento, expresión o acción, implica un patrimonio con necesidad de preservación para todos aquellos actores a los que envuelve. En este sentido patrimonial la cultura queda bien clasificada entre lo que nos pertenece y es tangible, y lo que nos comunica y es intangible, siendo ambos el conjunto necesario para crear una personalidad individual o grupal a la que denominamos identidad cultural.
Dentro de lo que se considera como bienes patrimoniales intangibles (o inmateriales) podríamos nombrar a nuestras festividades, nuestras costumbres típicas, o nuestros conocimientos artesanales y culinarios, pero posiblemente más de uno olvidaría a la tradición oral; esa curiosa habilidad con la que creamos historias y relatos que imprimen nuestras más profundas creencias, sueños o incluso miedos como seres humanos, y que se construye a partir de la posibilidad de ser trasmitidos en un entorno familiar o social al que le atribuimos un sentido de pertenencia. Siendo así, todos contamos con un patrimonio tradicional oral que nos identifica en escala local, estatal, regional y ante todo nacional.
Si bien este imaginario colectivo pertenece a una cultura oral mexicana en general, desde una perspectiva personal me gusta agruparlo en tres categorías que considero provienen desde un aliento espiritual distinto, y que además hemos desarrollado distinto a través del tiempo: las leyendas tradicionales de nuestros pueblos originarios, con un propósito apegado a dar una explicación a los fenómenos naturales o cósmicos; las leyendas urbanas, cuyo carácter contemporáneo relata en su mayoría infortunios que ocurren a personajes habituales; y por ultimo tenemos al mito histórico (sin utilizar la palabra mito en su sentido clásico griego), surgido a partir de catalogar como poco comprobables aquellas hazañas que involucran a protagonistas o momentos clave de nuestra historia mexicana.
Son precisamente los mitos históricos quienes elevan mi inquietud, pues creo que al día de hoy enfrentan un escenario mucho menos prometedor cuando de preservación cultural se trata; y es que para algunos historiadores no son saludables para el entendimiento de nuestro pasado, calificándolos más bien como mentiras contadas con fines políticos a fin de viciar el sentido patriótico de los ciudadanos.
En contraste, pienso que los mitos históricos valen mucho más por su aspecto creativo que por su carácter de verdadero o falso; al final de cuentas fueron creados desde una perspectiva que ya nos identificaba como mexicanos, incluyendo en ellos crónicas que solo a un mexicano le sucederían y llevadas a cabo de la manera en la que solo un mexicano podría concebir. Estos mitos reflejan las aspiraciones que tenemos como pueblo frente al devenir, nos une como individuos de una misma identidad cultural, y en ellos se puede apreciar entre líneas un gran “así es como nos hubiera gustado que sucedieran las cosas” que, lo queramos o no, nos inspira a seguir escribiendo una historia propia, y le da a nuestro pasado un toque tan cautivador que termina por avivar las ganas de recontarlos sobre todo turísticamente. Es por eso que a continuación les relato en breve tres mitos mexicanos que me fascinan por sus tintes ingeniosos.
Índice
1. La Carambada
Leonarda Martínez (apodada Carambada) fue una mujer originaria de Querétaro, comprometida con un militar imperialista del ejército de Maximiliano de Habsburgo que termina preso durante los sucesos acontecidos en la guerra de reforma. Enterada del destino que le deparaba a su amado, decide ponerse en contacto con el presidente Juárez solicitando misericordia; sin embargo, su petición es negada y su esposo fusilado. Desde ese momento Leonarda jura venganza al presidente; emprende su viaje a Ciudad de México convirtiéndose en asaltante de caminos para financiar sus gastos. Algunos incluso cuentan que sus atracos los cometía disfraza de hombre con el objetivo de sorprender a sus víctimas al revelarles que una mujer los había robado.
Después de mover algunas influencias consigue ser invitada a una reunión de gala en casa de Sebastián Lerdo de Tejada sabiendo de antemano que Juárez también asistiría; y justo en el momento oportuno logra verter en la bebida del presidente veneno líquido de la planta Asclepias curassavica mejor conocida como “veintiunilla”, pues se cree que mata exactamente después de 21 días y sin condiciones sintomáticas consistentes, lo que provoca que no se considere como causa principal del deceso. El 18 de julio de 1872, en efecto 21 días después de la cena, el presidente Juárez fallece a causa de angina de pecho.
2. El escape de Belém
Una de las mujeres insurgentes que más infunden sentido patriótico es sin duda Leona Vicario, recordando los innumerables riesgos que corrió al defender el ideal de independencia mexicano, dada su realidad como miembro de una familia criolla allegada a la sociedad virreinal. Con su fortuna financió directamente muchos de los gastos generados por el ejército comandado por Hidalgo, ofreció su vivienda para refugiar a los fugitivos y los notificaba sin falta acerca de cualquier decisión que tomaba la corona española en su contra. Se convirtió en ojos y odios dentro de la junta virreinal, indispensables para los insurgentes a fin de organizar ataques estratégicos y evitar arrestos inesperados, hasta 1813 cuando una de sus cartas fue interceptada dando como resultado su encarcelamiento en una de las penitenciarías más temidas del país: la cárcel de Belem. El mito comienza a contarse la noche del 23 de abril de 1813, cuando los insurrectos Francisco Arroyabe, Luis Alconedo y Antonio Vázquez se disfrazan de guardias de seguridad e idean un plan de escape mediante el cual burlan a los porteros de la entrada y roban las llaves de la celda de Leona, logrando liberarla en menos de dos minutos; una escena que hoy en día solo puedo imaginar en las mejores producciones cinematográficas.
3. Libertad por un beso
En 1835 Luisa Fernández Villa y su esposo Pedro García Rojas eran comerciantes prominentes involucrados en las decisiones políticas del estado de Aguascalientes, su lugar de residencia. Durante ese periodo el estado pertenecía por mandato a la intendencia de Zacatecas, situación aborrecida por los ciudadanos hidrocálidos, ya que gran parte de la recaudación tributaria pasaba a manos del ayuntamiento zacatecano.
El 1° de mayo el presidente Antonio López de Santa Anna viaja a Zacatecas para sofocar una rebelión que se había gestado en contra de su gobierno, ofreciéndosele pernoctar precisamente en la casa de Doña Luisa y Don Pedro. Durante la cena, que reunió a los tres en el comedor, los esposos trataron de explicarle al presidente porqué era imprescindible para ellos obtener la independencia, así como todos los beneficios que implicaba para su mandato, cuando un trabajador del hogar llamó de improviso a Don Pedro. Una vez a solas, Doña Luisa dijo: “Aguascalientes busca ser independiente señor presidente, solo falta que usted lo desee. Nosotros estaríamos dispuestos a llegar hasta el sacrificio con tal de lograrlo.” A lo que Santa Anna respondió: “¿En verdad hasta el sacrificio?” tomando su mano y acercándose de forma sugestiva a su rostro. “¡Hasta el sacrificio!” afirmó Doña Luisa acortando la distancia al rostro del presidente e iniciando un desenfrenado beso que solo se interrumpió por los pasos de Don Pedro entrando de nuevo al comedor. Justo en ese momento Doña Luisa se abalanza a los brazos de su esposo y exclama: “¡Por fin Aguascalientes es independiente! ¿Verdad señor presidente?”, mientras ambos observan a Santa Anna asentir con la cabeza. Días más tarde, el 23 de mayo se firma el decreto por el que se declara como un territorio independiente al estado de Aguascalientes nombrando a Pedro García Rojas como su primer gobernador.
Estas y otras anécdotas más podrán encontrarlas referidas en las obras de historiadores como Isabel Revuelta, Alejandro Rosas o Francisco Martín Moreno, que personalmente recomiendo muchísimo. Es una responsabilidad común fomentar la permanencia de los mitos históricos en nuestras conversaciones culturales del presente; continuemos apreciándolos, analizando cómo nos representan, contándolos o debatiéndolos, y más que nada identificándonos con ellos.