Es 31 de diciembre de un año cualquiera. Caminar por las calles siempre trae recuerdos: Memorias que vuelven con el viento y que se meten en la mente, con sus agujas puntiagudas, para saciar un deseo, o remover una ceniza. Caminar por las calles, en un año cualquiera como este, más que un privilegio, se convierte en un honor. Y es que siempre vamos a tener años buenos y malos, años que nos dan alegrías infinitas, y años en los que preferiríamos no haberlos vivido. Es 31 de diciembre, de este año cualquiera y en las calles de todo el Ecuador, las cosas comienzan a tomar un aire diferente: Porque cada día final del año, no importe qué tipo de año sea, los amigos, la familia, los conocidos y los vecinos salen de sus casas para continuar con una tradición de décadas, una fiesta de todos para todos.
Cuenta la historia, esa historia que viene de boca en boca, que en 1842, en la creciente ciudad de Guayaquil, una peste de Vómito Negro, como el pueblo decidió llamarla, ahora conocida, fiebre amarilla, invadió la ciudad más progresista del país. Fueron muchos los afectados físicamente por esta epidemia, y tantos otros quedaron en bancarrota cuando, el puerto más grande del Pacífico Sur, vio que sus puertas cerraban, pues no había manera de controlar tal espantosa enfermedad. Santos, ídolos y vírgenes fueron sacados a las calles, para que la divina providencia intercediera en este apocalipsis. Fueron, entonces, los galenos de la época, que recomendaron, para controlar la expansión de la enfermedad, que la ropa de los enfermos sea quemada en hogueras. La población, aún desesperada, llenaba las prendas del difunto con paja, cartón y todo cuanto pudiera quemarse, formando así, involuntariamente, lo que serían los años viejos. Para 1919 la peste fue totalmente controlada, pero la ceremonia de quema se mantuvo, el último día del año, como remembranza de ese pasado fatídico, y con la esperanza de que esto no se repita en el año venidero. Y así, hasta nuestros días, estos monigotes, ya hoy más elaborados, engalanan las calles de este país, en un año cualquiera.
Y pese al tiempo y los años, Guayaquil sigue siendo el ícono de esta celebración: Desde los primeros días de diciembre, la calle 6 de marzo de esta urbe se llena de material que los artesanos usan para elaborar los ya reconocidos “Años Viejos”. Se ha dejado ya de lado la paja y los elementos básicos, para subir, un poco de tono, el arte de estos monigotes. Gigantes de papel, goma y cartón, superhéroes y políticos, artistas y seres míticos, son los que dan vida a esta celebración. Miles de turistas, en otros años, recorrían esta avenida para disfrutar del espectáculo que los años viejos daban, en la puerta de los talleres de los artesanos, que cada fin de año se abrían para deleite de locales y visitantes.
Pero más allá de las ciudades grandes, como Quito y Guayaquil, hay una tradición más familiar en la quema del año viejo. Es ese 31 de diciembre, de un año cualquiera, donde los conocidos se unen, y entre jolgorio y bebida, empiezan a buscar ropa vieja, ropa de antaño, ropa de otros, para empezar a rellenar al “viejo”. Aguja e hilo hacen su parte, mientras los más hábiles dibujan, pintan, arman y organizan lo que será la tarima para la última presentación de este personaje, previo a su fatídico final. Y las horas pasan, de ese 31 de diciembre de cualquier año, y las obras de arte van tomando forma. Políticos y sus “aciertos”, eventos destacados o simplemente algún tío o pana que hizo de las suyas ese año, tendrá un espacio estelar en esta noche de fiesta. La pirotecnia no puede faltar, y pese a mi llamado de atención para que la eviten, por salud mental y emocional de las mascotas, siempre hay un “un poquito nomás, no seas exagerado” en el medio de la conversación.
La tarde de aquel 31 de diciembre, de un año cualquiera, comienza a mermar, y con algunos tragos demás, es hora que el show comience y que la tarima se arme. El monigote toma su lugar en medio de la escenografía, y el show de luces empieza a encenderse. Los letreros, con frases que añaden vida al momento, se leen graciosos, donde el doble sentido no falta, además de la percepción de quien haya sido el que armó la función. Y a los pies del muñeco, las siempre y muy necesarias “viudas”, quienes son todos aquellos que, por falta de destreza o exceso de licor, van a tener que robar la ropa más sensual de sus hermanas o primas, para detener a cuanto vehículo pase por las cercanías del año viejo, y pedir una limosna “para poder enterrar al futuro difunto”, contribución que, por supuesto, servirá para continuar con la celebración, luego que el año se haya terminado. Bailes y coqueteos son propios de este momento de la noche, donde choferes y pasajeros ríen y se asustan por las maniobras, algo atrevidas, de las desamparadas del año viejo.
Y llegan los últimos minutos del 31 de diciembre, de un año cualquiera, y el fuego toma su posición en este escenario. Como menciona el especialista en Cultura de la Universidad Salesiana de Quito, Diego Cóndor, esto “refleja el deseo colectivo. El objetivo es dejar atrás el pasado. Por eso la utilización del fuego.”. Y nada más acertado que esto. El fuego abriga al monigote y el espectáculo de fuegos pirotécnicos nos recuerda que el año terminó, que es momento de abrazarse con todos los que están alrededor porque, haya pasado lo que ya pasó en los últimos 365 días, ya nada importa, porque siempre se puede empezar de nuevo. Y los más avezados, en un acto de gallardía, producto de la mezcla de adrenalina y alcohol, saltan el incinerado año viejo, para que lo malo se disipe con el fuego y el humo del finado limpie nuestros actos. Y así, el color rojo, las nubes negras y el olor a pólvora también se abrazan en mutua concordancia, para recordar que el pasado se extingue en ese fuego que durará mucho o poco, pero que al final, nos obligará a olvidar lo pasado, y empezar a caminar con nuevas energías y con la vida desde cero. Porque así somos los seres, cíclicos, que en cada vuelta, nos renovamos.
Este no es un año cualquiera. Este año quizá no haya fiesta, viudas, monigotes ni abrazos. Quizá este año solo imaginemos saltar sobre la hoguera o, a través de una pantalla, abracemos a todos. Quizá este año arme yo solo mi monigote y lo queme en un pequeño reducto, escondido del resto. Pero este año, que no es cualquiera, nos enseñó que, en el próximo, nadie más faltará, nadie más dudará en salir a las calles a poner una media, un pantalón, una camisa. Este año nos muestra que, en el próximo, no dudaremos en ser parte de la fiesta, en disfrutar de los colores, en renovarnos. Este año, que no es cualquiera, nos regala algo que no esperábamos: Que cada año hay algo especial e inesperado, pero que siempre habrá una manera de volver a empezar…