Muchos son los personajes y los actores del turismo. Entre ellos, algunos que parecen estar en el anonimato pero al reconocerlos, nos damos cuenta que acumulan en la memoria muchas historias.
Luciano era una figura y tenía “figura”. Sus más de ciento veinte kilos, en un cuerpo de un metro y sesenta, lo dibujaban “esférico” pero con una sonrisa que, si hubiera tenido peso, pesaría como trescientos kilos de pura simpatía. Pocas veces desdibujó su sonrisa y cuando lo hizo fue con muchísima razón porque su nobleza impedía que reaccionara ante el maltrato que a veces sufría de parte de sus empleadores y solo atinaba a sentir pena y agachar la cabeza; su rostro cambiaba pero el malestar le duraba poco, porque su esencia no era estar triste y menos enfadado por alguna injusticia endilgada a su estricta función que era: conducir un bus de mediana capacidad para turistas.
Luciano no tenía ni formación profesional ni tampoco técnica. De alguna forma llegó a ser contratado por una operadora de turismo para poner, en su pericia natural de hábil conductor, la vida de turistas extranjeros y del guía de turismo de turno; y siempre lo hizo con el mejor de los cuidados para completar una hoja de trabajo impoluta, ausente del más mínimo accidente.
Fueron muchos años en una labor diaria porque a diferencia de otros empleados, como por ejemplo los guías de turismo especializado, él se presentaba a trabajar diariamente más allá del tipo de servicio, de la duración de la jornada y del grupo de turistas que se tratara: fotógrafos japoneses, arqueólogos italianos, científicos suecos, solteros franceses, familias estadounidenses, grupos de amigos y muchos etcéteras como fuere la composición de los grupos de turistas que una agencia operadora de turismo atiende.
No cuesta pensar que, sin siquiera un título de técnico medio, las habilidades lingüísticas de nuestro personaje estuvieran ausentes aunque fuera bilingüe pues hablaba su idioma nativo y el castellano de la ciudad. Sin embargo, alguna vez se animó a soltar alguna palabra en inglés, alemán o francés y jugar con una pronunciación burlona del japonés, que de todos los idiomas, para él era como “chino”.
Lo que él había medido, analizado y hasta criticado era el desenvolvimiento de los guías de turismo. Se burlaba cuando los guías nuevos le preguntaban a él sobre una ruta que no conocían y se suponía que deberían saberla, sobre el nombre de plantas, de flores, de aves o de montañas. También reía al recordar los errores que los guías cometían interpretando la naturaleza o las tradiciones de ciertos lugares. Él comprendía que las personas no nacen sabiendo pero que, como en su oficio, él no asimilaba la posibilidad de que hubiera un conductor que antes de subirse a un bus no supiera encender al menos el motor, lo mismo que un guía debía tener un conocimiento básico de su profesión a partir de los lugares que recorre, los objetos que muestra, de la geografía del entorno que le rodea, de la historia del territorio o de la comunidad que visita, etc.
Sin embargo había algo más. “El bombón” conocía muchas intimidades de lo que sucedía en las excursiones y en los tours mientras estaba detrás del volante.
Él sabía por ejemplo del coqueteo de una guía de turismo con algún pasajero y de la correspondencia del mismo mediante el regalo de una costosa joya adquirida mientras visitaban las tiendas de la ciudad. Supo además del viaje, con todos los gastos pagados, que ella hizo al país de ese turista. Ella misma le contó a su conductor de confianza que siempre había pensado mudarse de país y para ella la vía no era descabellada: conseguir un novio en un tour.
También estaba el caso de un guía que vendía “artículos originales”. El bombón reía cada vez que recordaba al guía que adornaba muy bien un discurso y convencía a los turistas sobre un manto ceremonial que él había recibido de un viejo cacique descendiente de un pueblo antiquísimo y que por “necesidad”, lo ponía a la venta, pues la leche de sus tres pequeños bebés (imaginarios ciertamente) costaba mucho y su salario de guía de turistas no alcanzaba para el gasto. Los turistas pagaban gustosos por la pieza ancestral y por ayudar a “tan buen guía” y lo hacían pagando quince veces más el valor del mismo manto que se vendía en el mercado artesanal. Fueron además instrumentos musicales, baratas reproducciones de cerámica antigua, incluso piedras del campo que para el discurso del guía ante los turistas eran “restos de un gran templo”.
Nuestro personaje también conoció a guías de turismo que escamoteaban la propina que supuestamente era también para él. Los jefes de grupo reunían las propinas de todo el grupo y en un sobre se las entregaban al guía dentro del aeropuerto indicando que un porcentaje debía ser para el conductor del bus; mientras tanto, “el bombón” esperaba en el parqueo. Una vez que el guía retornaba al bus, le anunciaba al conductor, con una tristeza fingida, que ese día los turistas no habían dejado propina y completaba la escena teatral con muchos adjetivos peyorativos contra los turistas del grupo que se iban del país. “El bombón” supo de estas verdades al reencontrarse con los jefes de grupo que volvían al país y que le preguntaban si la propina de la anterior visita le había llegado.
Las risas seguían cuando de su lista de anécdotas rememoraba la historia de un guía que llevaba en su mochila toda la compra del mercado. Mientras el guía y los turistas estaban en el bus, de la mochila salían patatas, zanahorias, lechugas, pepinos, remolachas, cebollas, ajos, bananos, papayas y hasta chorizos picantes. El guía le había comentado al conductor que muchos turistas querían saber lo que constituía la dieta del lugar y él, que era muy gráfico, les mostraba todo o casi todo lo que al menos su familia consumía. Nuestra duda siempre fue cómo terminaban las verduras y las frutas cuando nuestro colega regresaba a su casa después de un viaje de catorce horas y con una mochila que trajinaba lo que él mismo trajinaba durante toda la jornada.
El sobrepeso, la dieta poco saludable, una presión alta nunca controlada y hasta un problema de glóbulos rojos quisieron que “el bombón” dejara de conducir buses turísticos, al menos en la tierra, no sabemos si en el cielo estará conduciendo a los ángeles. Con él se fueron los secretos y las intimidades de lo que sucedió en su bus (y son muchas más).
El lector no quedará ciertamente convencido de que los secretos se fueron con “el bombón” porque quien escribe los escuchó de su amigo de viajes. La verdad, los nombres no interesan y el valor de los relatos está en cómo la imaginación dibujó estas anécdotas sin importar la identidad real de los personajes. “El bombón” fue discreto, ¿o es que también le contó todo esto a otro guía?