Al pasar por una tienda lo vio y le pareció lindo. De tamaño mediano, sin pelusas, bien cosido y con una brillante etiqueta original que decía Made in Taiwán la que revelaba su lugar de nacimiento, era como su cédula de identidad hecha código de barras, mencionaba sus materiales hipoalergénicos, el nombre de sus padres y hasta el año que salió de la fábrica a conocer el mundo.
Era un muñequito gracioso con pantalones cortos, una camisa a cuadros sin abotonar sobre una camiseta blanca y lo que más destacaba era su larga cabellera despeinada que ella sola le daba el toque personal y revelaba además su personalidad.
Lo bautizaron Tommy y así se hizo conocido entre quienes eran amigos y por mucho tiempo vivió sentado en el sillón de la sala.
Al presentarse la oportunidad de un viaje al extranjero, no pareció mala idea crear un álbum de fotos y todas ellas con Tommy presentando los atractivos turísticos, la comida tradicional, las personas del lugar, los edificios públicos donde flameaba la bandera del país de visita, etc. Lo único que Tommy no tuvo fue un pasaporte.
Lugo vinieron muchos viajes. Antes de abordar, Tommy se acomodaba en la mochila atado con un cordel al zipper de un bolsillo pero una vez dentro del avión se hacía un espacio en el asiento y curioso se leía la revista de abordo, tomaba pedacitos de galletas, bebía jugo de manzana, nunca rechazó los cacahuates salados y a la hora del almuerzo prefería la pasta italiana.
Una vez en el destino, Tommy aparecía en la fotos del hotel: en la recepción, en la alberca, en el restaurante, en los jardines, en la terraza y en todo lugar bonito, decorado o con vistas de la ciudad.
En cada paseo, Tommy se acomodaba en los asientos del frente de los buses, los botes, los trenes y hasta los caballos. Su problema era que al ser tan pequeño, si delante de él había un holandés, un alemán o un chino de estas nuevas generaciones, le bloqueaban la vista y debía conformarse con apenas ver por su lado izquierdo o derecho, según fuera su ubicación.
En todos los destinos Tommy ni siquiera se arreglaba la cabellera y como nació, así parecía en las fotos.
Se retrató en la Cataratas del Niagara, en la Torre Eiffel, el las pirámides de Egipto, el Macchu Picchu, en el Salto del Ángel, en la playa de Copacabana de Rio de Janeiro, delante y dentro del Coliseo Romano en Roma, delante de un hipopótamo en el Serengueti de Tanzania, junto a Mickey Mouse y Goofy en el parque Disney de Orlando, a la entrada del Burj Al Arab en Dubái, en el Smithsonian de Washington, comiendo sushi en Tokio, bailando Gangnam Style en el estadio olímpico de Seúl, en los brazos de una modelo kurda en Kurdistán, jugando con pingüinos en la Antártida, etc.
Tommy era un muñeco afortunado y famoso. Conocía casi todo el mundo y si alguna vez le hubieran preguntado dónde quería ir, él sabía qué responder. Lo triste de su historia es que Tommy era casi como el equipaje, que cuando se viaja hay que llevarlo.
Una mañana de invierno, el dueño se Tommy se levantó con un extraño presentimiento. Sabía que algo no estaba bien pero no sabía exactamente qué. Preparó un café, salió de la casa a recoger el periódico del día que medio húmedo reposaba en el jardín. Volvió a la casa, se dirigió a la sala a leer las noticias de la mañana y justo cuando se iba a sentar en el sillón de Tommy pensó que aplastaría al pobre pero él no estaba allí. Era el lugar de Tommy y Tommy no estaba sentado como siempre. Lo buscó en alguna mochila de viaje, lo buscó en una maleta, lo buscó en la chaqueta favorita de los viajes porque tenía bolsillos por delante, por detrás y dentro. Si los lugares probables fueron la primera opción, la segunda opción fue buscar en los lugares improbables y tampoco hubo resultado positivo. Tommy estaba perdido en la propia casa porque juntos volvieron del último viaje a Turquía y una vez todo estuvo desempacado, Tommy volvió a su sillón.
Ochos horas más tarde y con la casa revuelta Tommy no apareció.
Algo semejante al trauma de perder a un ser querido se hizo presente en la casa. Reinaba el silencio, las luces no se encendieron y solamente en una esquina del dormitorio una lucecita blanquecina resplandecía en un ritmo constante que se genera al pasar fotografías de la galería del celular.
La mañana siguiente también fue triste. No hubo café, el periódico en el jardín comenzó a mancharse de tinta fresca, la casa quedó en el mismo silencio del día anterior y su habitante salió temprano a trabajar bajo un trance hipnótico que fue el mismo que trajo de vuelta a casa.
Sin ganas de probar bocado y apenas queriendo recordar a Tommy en una pantalla más grande, la computadora fue encendida y antes de llegar a los álbumes de fotos de viajes donde Tommy aparecía en todas las imágenes, el borde inferior derecho parpadeaba anunciado un correo electrónico.
El remitente era Xiang Wuang Inc., no tenía asunto y venía con una imagen. Al abrir el correo no había texto y al abrir la imagen estaba Tommy sosteniendo un cartelito escrito como muchísimos otros que sostuvo en sus cientos de viajes.
El cartelito decía:
– Estoy en mi casa en Taiwán. Gracias por haberme hecho feliz en tantos viajes al rededor del mundo; ahora quiero ser feliz con mi familia.
La foto mostraba al despeinado Tommy rodeado de miles de muñequitos en la fábrica de peluches más grande de Asia.