Qué mejor manera de pasar las vacaciones que hacer un viaje desde una isla hasta el epicentro del mundo perdido, atravesando un país de norte a sur.
Narra la historia que un grupo de turistas venezolanos, europeos y norteamericanos se embarcaron en esa aventura, cada uno con expectativas y emociones diferentes, pero con un fin común, deleitarse de las bondades de esta tierra legendaria y mística.
En el mes de enero 2001, a primera hora de la mañana, regresaban a la Isla de Margarita, punto de partido de su travesía para descubrir la leyenda, viviendo y compartiendo vivencias únicas de Canaima y Kavak, paraísos principales de ese mundo.
A bordo de un DC-3, los turistas estaban ocupados admirando sus fotografías, reviviendo y compartiendo la experiencia vivida. Luego de pernoctar una noche en Ciudad Bolívar, el vuelo de regreso acababa de despegar con una veintena de ellos y tres tripulantes rumbo a la isla, cuando se precipitó a tierra por razones técnicas, desplomándose sobre una vivienda y donde perdieron la vida los pasajeros y la tripulación, por el impacto y posterior incendio.
Este fatídico episodio frustró el periplo de los viajeros y la carrera profesional de la tripulación. Lo primero que expresaban testigos del aeropuerto fue: «¡Vaya, qué historia tan fantástica van a tener cuando regresen!», dada la felicidad que los embargaba al revivir mentalmente sus experiencias grupales en el destino turístico, mientras esperaban para embarcar.
El accidente conmocionó no solo a los estados Bolívar y Nueva Esparta, sino también a toda Venezuela. Como entidad donde se originó el incidente, se encomendó a la máxima institución turística apoyar a la cancillería de nuestro país para atender y prestar toda la logística necesaria a los familiares de los fallecidos en esos momentos de profundo dolor y repatriación de los restos.
De los momentos más difíciles que hemos tenido que afrontar. ¡Te lo puedo asegurar!
Una experiencia donde la empatía, sensibilidad y asertividad eran claves para reconfortar en algo a los extranjeros, que en medio de su dolor debían reconocer de alguna forma o a través de estudios forenses a sus seres queridos.
La dinámica de acompañarlos, guiarlos y ¿por qué no, reconfortarlos? duró cuatro días, desde su llegada a la ciudad hasta su partida.
Recibirlos por grupos y ser, por decirlo de alguna forma, sus «chaperones», nos permitió conocer y respetar el dolor ajeno a plenitud. Rostros desencajados y las miradas perdidas eran comunes en la mayoría de los familiares, no entendían qué había pasado. Nos abocamos a ser sus acompañantes y hacer más llevadera su pena. ¿Te imaginas? muchos tuvieron que volar más de diez horas a un país extraño para reconocer y repatriar los cuerpos de sus hijos, padres, hermanos o parejas.
La mayoría de los 23 ocupantes del avión eran extranjeros, siendo solamente los tres tripulantes, dos pasajeros y un guía de nacionalidad venezolana, quienes se habían trasladado hacia allí por una de las mayores pasiones del hombre, hacer turismo, y sobre todo en un área legendaria y única.
Debíamos ser prudentes con sus emociones y estar atentos cuándo era conveniente que se notara nuestra presencia y cuándo no, para no interferir en sus procesos. Una sabiduría que aún no me explico cómo la obtuvimos.
Días de infinita tristeza y dolor, lo único que deseaban era que se acabaran pronto los procesos para viajar a sus países de origen y dar las exequias a sus parientes.
A pesar del profundo dolor, nunca sentimos en ellos un ápice de malestar ni de incomodidad con nuestra presencia, nos daba la sensación que en el fondo lo agradecían, no se sentían desamparados.
Encerrados en su dolor y en un escenario extraño para ellos, los familiares de los fallecidos se convirtieron en una especie de hermandad, ayudándose y reconfortándose entre ellos: la mayoría no hablaba el mismo idioma. A través de su sufrimiento se comunicaban y se transmitían las emociones a flor de piel.
Un año después de ese fatídico episodio se realizó un servicio eclesiástico en el sitio donde se precipitó la aeronave. Pudimos reconocer algunos rostros de familiares durante el evento, aún con la tristeza en sus corazones y rostros, pero agradecidos por el acompañamiento otorgado. Cada familia encerrada en su propio sufrimiento construyó una nueva vida; y más de dos décadas después, reflexiono que fue una experiencia poderosa, terriblemente difícil y cargada de emociones, aunque hubo que ocultarlo todo y continuar con el trabajo.
Muchos no nos hemos dejado de preguntar: «¿cómo habían sido sus vidas en el largo camino de regreso?, ¿qué ha sido de los familiares?, ¿cómo había afectado sus vidas el accidente?»
Lo que sí te puedo asegurar es que nuestra actuación les reconfortó en algo su espíritu y nos hizo entender que el profesional del turismo debe ser una persona integral, tanto en aptitud como actitud, que debe prepararse para gerenciar en cualquier situación el bienestar del viajero o familiares.
¡No se destrozó la identidad nacional! En parte, eso se debe a las lecciones aprendidas de esa vivencia que marcaron las vidas de sus actores y de todos los que estuvimos en el proceso.
Pasó algo realmente interesante al compartir esa experiencia, porque ese hecho puso en tela de juicio la dicotomía si es el turismo una actividad social o económica. Si bien el proceso también descubrió que el turismo no solo nos lleva a compartir experiencias, sino para sanar emociones.
¡Espero haber merecido su tiempo!