En el mundo existen solo dos tipos de culturas, las erotofilicas que son las que tienen inclinación hacia la vida y las tanatofilicas que son las que tienen una inclinación hacia la muerte, en el caso de México, un país con lazos tan estrechos con la muerte, esta inclinación se ha constituido de las diferentes mezclas de ideologías que se han formado a lo largo de su historia como un conjunto de civilizaciones precolombinas, como colonia de la corona española y como país independiente.
La conquista de México efectuada el 13 de agosto del lejano 1521, no sólo fue una conquista en relación con armas y sangre pues también fue una conquista ideológica, un choque brutal entre dos concepciones diferentes de la vida y la muerte; el mundo europeo tenía una cosmovisión sobre la muerte que se modificó a partir del siglo XIV después de la peste negra que terminó con la vida de más de un tercio de la población del viejo continente, este hecho catastrófico creó una idea más cruda sobre la muerte pues podemos encontrar que en ese mismo siglo se comienza a personificar a la muerte en una forma de calavera en diferentes murales que hablan del buen y el mal morir que no son más que escenificaciones sobre una muerte dentro de la fe y el cristianismo originado en el siglo IV y sobre las terribles consecuencias que tenía el morir fuera de la fe cristiana. Esta idea de personificar a la muerte ha sido tan marcada que hasta nuestros días en cuanto pensamos en la muerte lo primero que se nos viene a la cabeza es una calavera con su guadaña y su ropa negra tal y como la describe el escritor portugués José Saramago en su libro las intermitencias de la muerte.
El mundo nahua asimilaba a la muerte de una forma menos trágica, pues recordemos que los ritos religiosos, en su mayoría contemplaban sacrificios humanos, así que la muerte no generaba la expectación que en Europa pues era un hecho tan cercano y común que no atemorizaba, el tipo de muerte era la que determinaba el destino del difunto; aunque autores como Guillermo Marín afirman que estos destinos tenían una gran diversidad, basta mencionar que el destino abarcaba desde el Tlalocan, que era a donde iban los que morían en el agua, del que se tiene una mural donde se plasma este paraíso acuático en Tepantitla ,Teotihuacán; hasta el famoso Mictlán, que era el lugar donde la gente que moría por viejo o por enfermedad iba a parar y donde vivía Mictlantecuhtli, el señor de la muerte y el inframundo con su esposa Mictecacihuatl. Por su parte, los muertos en combate y las mujeres muertas durante al trabajo de parto llegaban al Omeyocan, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra, hasta el Chichihuacuauhco, un lugar especialmente para los niños donde se encontraba un árbol de cuyas ramas había pechos femeninos de los que brotaban leche para que se alimentaran.
Después de la llegada de las primeras órdenes religiosas a territorio mexicano en el siglo XVI se empleó una campaña de destrucción de las creencias de los pueblos nativos, se comenzó a sembrar el terror a la muerte pues si no se vivía conforme al evangelio cristiano, el infierno y sus demonios terminarían siendo el terrible final. Esta idea jamás se pudo plasmar concretamente porque los nativos comenzaron a crear mezclas de costumbres y fiestas religiosas entre su forma de entender al mundo y el pensamiento europeo que imponía algo diferente creando un sincretismo tan rico y variado que originó un sinfín de expresiones artísticas y culturales que el día de hoy conforman el patrimonio cultural de México.
“La celebración del día de muertos como conocemos hoy se comenzó a celebrar con el día de los fieles difuntos, cuando se veneraban restos de santos europeos y asiáticos recibidos en el Puerto de Veracruz y transportados a diferentes destinos, en ceremonias acompañadas por arcos de flores, oraciones, procesiones y bendiciones de los restos en las iglesias y con reliquias de pan de azúcar –antecesores de nuestras calaveras– y el llamado pan de muerto” como lo narra Patricia Beatriz Denis Rodríguez.
Aunque el llamado día de muertos ha evolucionado y se ha adaptado a los tiempos recientes, se sigue celebrando de las formas más variadas a lo largo de nuestro país porque no hubo una estandarización de cómo se tenía que celebrar, así que cada región lo interpretó a su forma dando origen a una gama impresionante de coloridas celebraciones.
Como seguramente lo has comprobado estimado lector, hay un punto en que todas estas concepciones materializadas de la muerte de nuestro país comparten algo, el día de muertos no es una burla hacia la muerte como se cree en muchos lugares del mundo, es más una herramienta para no aceptar que los seres amados que se fueron ya no van a regresar, es una ilusión de que esas personas y hasta mascotas en los casos más extremos siguen entre nosotros, es no resignarse a olvidar a quienes amamos y poderles brindar un pequeño homenaje hecho con nuestras manos en la ofrenda de muertos donde se ejemplifica nuestro amor encima de huacales forrados de papel china de colores o cubiertos de un mantel, es el papel picado que juega con el aire, las calaveritas de azúcar y chocolate que sacan caries, el delicioso pan de muerto que se convierte el pretexto perfecto para romper la dieta, el olor a flores de cempasúchil que llena el aire de una expresión de nostalgia, es las veladoras que turban y encienden la memoria de recuerdos, es la sandunga, las calaveritas literarias, es las artesanías en barro negro, es la imaginación de José Guadalupe Posada; “la muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan, si puedes recordarme, siempre estaré contigo” Isabel Allende.