Señal de autobús en la carreteraImagen únicamente ilustrativa.

Los viajes en autobús no parecen gozar de demasiada buena prensa en el mundo del turismo de nuestros días como el mundo del turismo espacial, el turismo regenerativo o los pueblos Instagrameables. Sin embargo, estos viajes siguen existiendo, al lado de todas las modalidades turísticas modernas y posmodernas, y no sólo eso, sino que, en mi opinión, se encuentran muy vivos. Ello resulta especialmente manifiesto en México, donde casi no hay trenes de pasajeros y los autobuses se convierten, por diversas razones, en una de las opciones más viables para un gran número de personas, entre las cuales estamos quienes, como yo mismo, tenemos pánico a volar.

Una evidente ventaja de este modo de desplazarse tiene que ver con la huella de carbono mucho más reducida que se genera, en comparación con el transporte aéreo o los cruceros. Otra ventaja se refiere a la cantidad y el tipo de experiencias que se pueden vivir: a mi juicio, el ritmo del viaje y la cercanía con los lugares por los que se va pasando facilitan la reflexión y, en muchos casos, el diálogo.

De aquí surge el presente texto, en el que voy a narrar el periplo entre las dos ciudades mencionadas en el título, para que quienes me lean decidan si mi idea de fondo tiene o no su punto de razón.

Huatulco-Cuernavaca

Este viaje comenzó en el extremo sur de México, en el centro turístico Bahías de Huatulco. Su primera parte me adentró de lleno en un problema que desde hace meses se ha hecho evidente en mi lugar de residencia, por el que pasan cada día cientos de migrantes, sobre todo haitianos y venezolanos.

Así pasé todo el viaje hasta el vecino Puerto Escondido hablando con un migrante venezolano en su ruta al norte. Hace mucho tiempo viví un año entero en Venezuela, un año además en el que me la pasé muy bien. Por eso le tengo un especial cariño a esa hermosa nación sudamericana, que hoy día protagoniza una horrible crisis de refugiados, con millones de personas abandonando el país.

Quizá lo que más me impresionó de todo lo que me comentó este chavo fue que había cruzado a pie el Tapón del Darién, esa zona donde se interrumpe la carretera Panamericana, debido a lo impenetrable de la selva y a otros muchos peligros, incluido el crimen organizado. Existen numerosísimos reportes de desapariciones y muertes al cruzar esa zona. Yo he leído incluso algún reportaje donde los periodistas, pese a ir bien equipados, hidratados, con guías y demás, sufrían todo un calvario para cubrir esta ruta de más o menos cien kilómetros.

Este joven, con su mujer y su pequeña de seis años, había hecho toda la travesía a pie y sin apoyo alguno. Por no tener, ni siquiera habían tenido zapatos para ponerle a la niña, que de vez en cuando se metía en la conversación para decir que no había sido difícil. Cuando le dije que, con esos antecedentes, estaba claro que su hija era toda una guerrera y que no iba a tener ningún problema para adaptarse allá donde iban, el chavo asintió y su cara adquirió una expresión de orgullo. No es para menos.

Nos despedimos en la terminal de Puerto Escondido, que estaba abarrotada. Como he ido pocas veces a esa terminal, no sé si semejante llenazo es normal o tiene que ver con la nueva autopista, la cual, desde el pasado mes de febrero, ha comenzado a saturar este destino hasta el punto de que mucha gente afirma que Puerto Escondido ya no hace honor a su nombre. Ha dejado de estar escondido, y ahora se halla expuesto a unos flujos turísticos absolutamente inéditos, con las previsibles consecuencias negativas que preocupan a muchos residentes.

Después de Puerto (ya no o no tan) Escondido, dormí prácticamente hasta Puebla, recuperando brevemente la conciencia al entrar en la ciudad de Oaxaca. El tramo de Puebla a Cuernavaca también lo pasé dormido. La verdad, no se me dificulta dormir en los autobuses. Sé de gente a la que le resulta imposible, pero para nada es mi caso. Al revés.

Cuernavaca-Monterrey

Tras unos días de descanso en Cuernavaca, partí para Monterrey. En este viaje no platiqué con nadie, en parte porque era nocturno y me dediqué a ver películas hasta que me quedé dormido.

La travesía estuvo monopolizada por un señor de la tercera edad que no paraba de toser como si se le fueran a salir los pulmones por la boca. Tanto era así que, debido a la cercanía a mi asiento, estuve contando los días para ver si me había contagiado algo, y a día de hoy sigo impresionado de que ese no haya sido el caso. El anciano protestaba por todos y cada uno de los aspectos del viaje: la velocidad, el aire acondicionado, el olor de los baños, los asientos, las persianas, cualquier cosa que se les ocurra. En un momento, su actitud provocó que varias personas del autobús se pusieran a discutir con él, recriminándole, entre otras cosas, que no se ponía la mascarilla. Un desastre.

El otro elemento reseñable en este viaje fueron los paisajes. Me desperté como a una hora de Saltillo y pasé todo el tiempo restante admirando los vastos (diría Camilo José Cela) secarrales del norte, con su orografía accidentada, bajo un cielo con nubes que parecían adornos de merengue. También me gustó ver la entrada a la ciudad de Monterrey, especialmente por la pujanza económica que allí se manifiesta.

Pasé esa noche en Monterrey, en un hotel lleno de migrantes, y al día siguiente salí para Estados Unidos vía Nuevo Laredo. Recuerdo que el bus salió a las 3:55 de la tarde.

Monterrey-San Antonio

Hasta Nuevo Laredo, estuve hablando todo el viaje, pero cuando digo “todo” es todo-todo, sin medio minuto seguido de silencio, con un señor extremadamente sociable que le decía “ustedes los jóvenes” a un cincuentón como yo. Desde que se sentó en el asiento de al lado, comenzó a hablar conmigo, y durante el tiempo de la travesía platicamos tanto de cosas muy frívolas como de temas muy personales, acerca de las relaciones familiares y humanas en general, tan personales que por supuesto no voy a repetirlas aquí. Sólo es un ejemplo de lo interesantes que pueden llegar a ser las conversaciones desarrolladas dentro de un autobús.

Años atrás, escuché hablar alguna vez del “síndrome de la conversación de autobús” (sirve también para el avión, para el taxi), es decir, contarle tu vida a un extraño con la total confianza de que no lo volverás a ver, de modo que puedes hablar de tus sentimientos con total sinceridad. No sé qué le parecerá a las nuevas generaciones, mucho más abiertas a la hora de comunicar esos aspectos de su mundo interior, pero para los descreídos miembros de la generación X, como soy yo, creo que siempre ha sido una buena alternativa, lo mismo a la terapia psicológica que a las pláticas con sacerdotes y demás guías espirituales. Personalmente, no exagero a este respecto; en general soy cerrado incluso para el promedio de los X, pero reconozco la existencia de esa alternativa. Buena parte del tiempo, también hay que decirlo, me dediqué a recomendarle que visitara Huatulco, cantándole sus bellezas como todo un publicista de mi hogar adoptivo.

El sociable señor se bajó en Nuevo Laredo, y yo me quedé en el autobús, dispuesto a cruzar la frontera gringa. La verdad, me emociona cruzar fronteras. Esto viene de cuando era muy pequeño, aquellos tiempos en que mi padre nos llevaba en carro a toda la familia hasta Portugal. Esa sensación de que al cruzar un determinado punto, en aquel caso el puente sobre el río Miño, pasabas a un lugar totalmente diferente; en Portugal se notaba a primera vista, por ejemplo, en la arquitectura. Esa sensación, cuya fenomenología amerita un mayor análisis, que no desarrollaré aquí, siempre me ha fascinado.

A lo largo de la vida, me he acostumbrado a fronteras relativamente fáciles de cruzar, como la inglesa o en general la mexicana. Solo una vez me topé con funcionarios corruptos, lo cual me hizo pensar lo difícil que ha de ser para aquellos migrantes que los deben enfrentar de manera constante. O fronteras prácticamente inapreciables: es lo que sucede en toda la Unión Europea, que uno se entera del cambio de país, si acaso, por las señales de tránsito. Pasas de Autopista a Autoroute y a Autobahn, pero poco más. Nada de aduanas ni de revisión de papeles. Por eso, cruzar la tan custodiada frontera de los Estados Unidos es toda una experiencia, entre otras cosas porque nos retrotrae a épocas mucho menos globalizadas que la actual.

He entrado en Estados Unidos cuatro veces, tres de ellas por esta misma frontera de Laredo, y me parece que el proceso cada vez se va maquinalizando más. La primera vez, hace unos 25 años, recuerdo que la joven oficial de Migración que me atendió fue extremadamente amable, me ayudó a cubrir todos los documentos con una gran sonrisa e incluso estuvimos bromeando. Ayudó también el hecho de que aquel día había muy poca gente. Hoy el proceso es mucho más frío y maquinal, de hecho, el edificio donde se realizan todos los trámites recuerda demasiado a las factorías, en el sentido de que es una construcción totalmente centrada en el proceso que se lleva a cabo en su interior. Se entiende, desde luego, habida cuenta de las enormes cantidades de personas que pasan por allí.

Me atendió un oficial muy educado, que no puso ningún pero a mi documentación, lo cual agradecí porque, según lo que he visto, la ESTA, a diferencia de la visa, siempre acaba provocando ciertos inconvenientes. Sólo tuve un pequeño problema en la revisión de rayos X: por culpa de los libros que llevaba, dos Handbooks enormes que podrían haber sido, no sé, cualquier cosa mala, me hicieron abrir la maleta. Para comprobar que efectivamente eran libros.

Tardamos poco más de una hora en cruzar, lo cual el operador del autobús consideró un tiempo muy bueno. Alguien le preguntó cuánto había sido la vez que más se tardó y dijo que en Navidades alguna vez había tenido que esperar más de doce horas.

Lo he hablado con bastantes amigos y me dicen que en avión la experiencia cambia mucho, especialmente cuando entras en un país por su capital o un importante centro turístico. Por lo que a mí me ha tocado, siempre son más difíciles las fronteras de tierra.

Y esta dificultad engendra diversas alianzas y complicidades transitorias entre los viajeros. Desde la terminal de Nuevo Laredo, habíamos viajado totalmente en silencio, pero en Laredo, inmediatamente después del cruce de la frontera, comenzaron las conversaciones, las preguntas, incluso las bromas. Un ambiente sin duda de mayor confianza, esa confianza mutua que surge tras haber superado algún fuerte obstáculo.

Las conversaciones arreciaron después de que, en el control de la milla 29, tuvimos contacto con la peor cara de la migra: unos agentes bastante autoritarios se subieron a pedirnos los papeles con mala actitud. Bajaron del autobús a una joven que se había subido en Laredo porque, según alguien contó después, pensaban que su cara no se parecía a la fotografía que figuraba en la visa. Mientras la interrogaban fuera del vehículo, todos pudimos escuchar las risas burlonas de los agentes. Alguien dijo que la chava se veía confiada, que seguramente su visa era legítima y lo iba a arreglar, pero que de todos modos se quedaría allí tirada en medio de la carretera. La indignación se podía respirar en todo el autobús.

San Antonio-Houston

“El bus a Houston va con retraso. Se estima que llegará a las tres”. Este fue el mensaje con el que más o menos nos recibieron en San Antonio, que dio inicio a una fea espera, amenizada únicamente por algunos intentos de plática con un anciano alto, muy flaco, que llevaba una gabardina y una gorra como de piloto. Medio iniciábamos la charla y medio dejábamos de hablar, porque mi inglés es bastante malo, tirando a pésimo, y entendía un porcentaje muy bajo de lo que decía. Eso sí, fui mejorando un poco con la práctica a lo largo del viaje, y a medida que iba pasando el tiempo, podía tener conversaciones más complejas. Es algo curioso, pero así funciona.

Salimos de San Antonio a las 4:30 de la madrugada, y esto provocó un retraso en todo mi viaje, lo cual me preocupaba bastante. Aun así, pasé todo el recorrido durmiendo hasta poco antes de llegar a Houston, en medio de lo que me pareció una potentísima zona industrial. Debo decir que esta vez Houston, la cuarta ciudad más poblada de Estados Unidos, no me impresionó tanto como hace unos años, quizá por la ruta del bus que se quedó en una terminal de los suburbios, desde la que ni siquiera se veía algún edificio alto.

Nada más llegar a la terminal, fuimos todos los pasajeros del autobús en bola a la ventanilla, para que nos repusieran el viaje. En este punto, había ya bastante unidad y consenso por parte de los allí presentes: mexicanos, estadounidenses e incluso un español, todos protestábamos y hablábamos mal de la compañía entre nosotros. El anciano de la gorra de piloto me miraba con cara de “estos cuates se pasan” y levantaba las manos al cielo. No era infrecuente escuchar lo que en EE.UU. llaman “la palabra con F” o alguno de sus variados equivalentes en nuestro idioma.

En la ventanilla ya tenían nuestras hojas impresas (bien), pero habían hecho un desastrito con las horas y las rutas de mucha gente (mal). No había manera de protestar, de cambiar nada, era un lío. Aunque, por cómo me contaron que le fue a otra gente, parece que tuve bastante suerte. Tan sólo (nótese la ironía) tendría que esperar cinco horas más, y ya agarraría mi billete a Orlando, que además iba por una ruta un poco más rápida que la original, de modo que al final todos estos retrasos sólo supondrían un par de horas más con respecto a la hora de llegada que tenía prevista en un inicio.

Durante la espera, estuve platicando con un chavo de Jalisco al que tampoco le gustaba volar. Una de las cosas que salió en la plática es que somos un público totalmente olvidado; nadie presta atención a la gente con miedo a volar. Podría haber buenos autobuses, incluso autobuses de lujo, con trayectos directos de México a destinos en EE.UU. Aunque cobraran bastante más, mucha gente se animaría a viajar así. Otro aspecto que me comentó este chavo, y coincido con él, es que la calidad de los buses en EE.UU. es peor que en México. Ya lo había notado la primera vez que viajé a ese país. Yo pensé que entrando en EE.UU. sólo habría buses de máxima calidad, y la verdad es que… nada de eso. Supongo que tendrá mucho que ver con los usuarios de dichos autobuses y su disposición a pagar, que sería un aspecto para analizar con más detalle.

El chavo estaba muy enojado con la compañía, y con razón, porque le harían esperar doce horas para ir a Florida. Peor aún, todos sus intentos de comunicarse por teléfono resultaron inútiles. Ya saben lo frustrante que es eso, cuando nos pasa en la línea de un banco, de alguna dependencia oficial o donde sea. Al final, decidió rentar un auto; estoy seguro de que llegó a su destino antes que yo.

Antes de partir mi bus, todavía vi al anciano de la gorra de piloto en la cola para montarse en el suyo, que viajaba a un lugar mucho más distante. Nos saludamos con la mano. Se le veía más aliviado, y hasta alegre.

Houston-Atlanta

Quizás el peor de todos los inconvenientes causados por el retraso fue que no me asignaron un lugar fijo en el autobús, de modo que en cada parada tenía que estar preparado para cambiar de asiento y buscar otro sitio donde acomodarme. Esto, que me sucedió unas cuatro veces, no me gustó nada; es bastante incómodo andar así en un recorrido de 21 horas. Aunque sirvió, eso sí, para que conociera a más gente. Dentro de esta animada vida social, recuerdo especialmente el haber hablado con una migrante muy joven (yo juraría que era menor de edad), quien me contó que tenía mucho miedo de que la echasen del país.

También platiqué con un animalista, un señor de más de 60 años que tenía un terreno lleno de perros rescatados. Su mayor preocupación era que, por culpa del retraso, los perros no iban a comer a tiempo, porque su hermano, que había quedado en llevarles la comida, no había podido hacerlo. Y ahí estaba, llamando al hermano y reclamándole, mientras cruzábamos Luisiana. Este señor me dijo que tenía una casa en Puerto Vallarta, y yo, por supuesto, le recomendé que visitara Huatulco (lo sé, debería cobrar por este trabajo de promoción). Le estuve contando de nuestras playas y todos los demás atractivos, y me hizo preguntas que mostraban su interés. Pero lo que le echó para atrás fue que había muchos canadienses. Al parecer, había tenido problemas con ellos en Vallarta y me dijo, así tal cual, que no le caían bien. En Huatulco ya se sabe que los queremos un montón, pero cada uno piensa como piensa…

El animalista se bajó en Nueva Orleans, que volvió a ofrecerme una panorámica de la ciudad estadounidense tal y como uno se imagina (por las películas) que debe ser, con edificios altos y espectaculares, incluyendo el Caesars Superdome, justo al lado de la terminal. Ya me había gustado mucho la primera vez que pasé por allí, cuando pude dar un pequeño paseo por los alrededores y sacar unas fotos a un antiguo tranvía. De hecho, esta ciudad es uno de mis pendientes turísticos.

La noche había caído a la entrada de Nueva Orleans, así que aproveché para dormir todo lo que pude, aunque tuve que cambiar de asiento en una ocasión. El legítimo ocupante del asiento era un chavo con acento norteño; me dijo muerto de risa que a él le había pasado varias veces lo mismo y estuvimos un rato platicando, porque encontré lugar justo al otro lado del pasillo.

Poco después del amanecer, llegamos a Atlanta y en la terminal me pasó una cosa curiosa: agarré mi enorme maleta, de un color rojo estilo Baywatch inconfundible (ya ven, pura discreción por mi parte) y tiré de ella para sacarla del maletero, con la sorpresa de que estaba vacía, no pesaba nada. Como dirían las abuelas en España, “se me cayó el alma a los pies”. En este caso, el alma se cayó, se quedó allí y, por más patadas que le daba, no reaccionaba. El susto duró poco: abrieron el maletero de al lado y allí estaba mi verdadera maleta. La agarré, pero hice tiempo para ver quién era el dueño de su gemela malvada. Al rato, llegó a recogerla un chamaco escuálido, con pinta de estudiante.

Estuve a punto de perder el bus de Orlando, que ya estaba para salir justo al lado del nuestro. Por fortuna, una joven del grupo de San Antonio con la que había platicado, y que viajaba a Miami, me avisó golpeando la ventana del autobús. Fui el último en subirme. Ahora sí tenía un asiento fijo, el 4D, y además en la mera ventana…

Atlanta-Orlando

Desde Atlanta, todo fue un poco más fácil. Las primeras horas del viaje me las pasé hablando con un señor de Monterrey que también era de nuestro mismo grupo, los del retraso en San Antonio. Durante una parada breve en Orange, Texas, el bus lo había abandonado a su suerte, junto con otras dos personas. Al parecer, el chofer había dicho que se iba a detener 20 minutos, pero se tardó mucho menos, y se largó sin revisar que todo el pasaje estaba dentro del autobús.

Yo realmente no me acordaba mucho de esa parada, creo que ni había bajado del bus, o tal vez sí, aunque sólo para estirar las piernas muy cerca de la puerta del mismo. Pero imagínense los problemas que tuvieron que pasar ellos para llegar finalmente a Atlanta. Además de la bronca que iban a tener para recuperar las maletas, daban por perdidas sus mochilas, que habían quedado sin resguardo en el bus, al alcance de cualquiera. El señor sospechaba de unos chavales que se habían pasado todo el viaje yendo al baño cada diez minutos, creía que para drogarse.

Este regiomontano vivía en Tifton, Georgia, desde hacía ya unos doce años. A medida que nos acercábamos a su pueblo, iba recuperando el humor, y me estuvo hablando muy bien de ese lugar (por si lo dudan, yo también le recomendé que visitara Huatulco). La verdad, Tifton es una población muy bonita: parece el escenario de una película de terror, pero justo antes de que aparezcan los monstruos, cuando todo está tranquilo. Solo que, probablemente, los monstruos nunca se aparezcan por este plácido lugar.

Después, vino la entrada en Florida, ya con dos asientos enteros para mí, un lujo que no había tenido durante todo el viaje. En esos momentos, estaba debatiéndome entre ver una película que llevaba mucho tiempo queriendo ver (aprovechando que el Wifi de este autobús funcionaba bien, a diferencia de todos los anteriores) o simplemente mirar por la ventana para disfrutar el paisaje. Me hizo recordar algo que nos decía un profesor de Psicología: la bronca no es cuando tienes que elegir entre un chocolate o una descarga eléctrica, la bronca es cuando hay que elegir entre dos opciones igualmente buenas. En toda esta parte, ya no hablé con nadie en el mundo físico, tan sólo me comuniqué con amistades y familia a través de redes sociales.

Me dirán ustedes que en el avión también se habla y se conoce gente. Por supuesto. Yo mismo recuerdo algunos viajes así, a pesar del pánico que me produce volar. Sin embargo, los ritmos y los detalles son diferentes en el autobús, por no hablar de las gentes y de los tiempos. Los viajes en avión, generalmente, suelen durar mucho menos que estas jornadas que les he contado. Imagínense dónde les puede dejar un vuelo de 50 horas, que fue lo que me llevó, aproximadamente, mi viaje desde Monterrey. Además, creo que suele haber más de que hablar, porque los lugares por los cuales se pasa suscitan múltiples temas de conversación, a veces muy refrescantes. Por si todo esto fuera poco, suele haber bastantes cambios de compañeros de viaje, lo cual es otro aliciente.

Para un profesor de turismo como yo, la experiencia es muy buena. Aunque también cabe preguntarse qué experiencia turística podría no ser buena para un profesor de turismo. Pase lo que pase, siempre nos servirá como ejemplo de algo para dar una clase, para hacer una presentación, incluso para escribir un texto.

Si bien la mente crece en estos viajes, el resto del organismo, a pesar de no hacer un ejercicio físico intenso, se resiente bastante. Mantener la misma postura por mucho tiempo entiendo que ha llegado a usarse como tortura, y desafortunadamente es una situación normal en los viajes largos en autobús. Eso sin referirnos a cómo de maltratada queda esa parte del cuerpo a la que tan raramente tocan los rayos del sol, aunque en mi caso también salí del viaje con severas rozaduras en la espalda.

Como sea, finalmente llegué a Orlando, Florida. La ciudad de Disneyworld, Epcot Center, Animal Kingdom y el centro espacial Kennedy, de todo lo cual no vi absolutamente nada, por falta de dinero y también de tiempo. Lo interesante es que llegar a Orlando no representa ni siquiera la mitad de mi viaje. Comencé a escribir este texto poco antes de subirme a un barco que me llevará a Europa. Pero esa es otra historia.

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Por José María Filgueiras Nodar

🇪🇸 🇲🇽 Soy Licenciado y Doctor en Filosofía, con un Master en Administración y Dirección de Empresas. Trabajo como Profesor-Investigador en la Universidad del Mar (Huatulco, Oaxaca), donde doy clases de Mercadotecnia General y Turística desde 2007, además de dirigir el Instituto de investigación de Turismo.

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