Tierra del Fuego, Argentina, es uno de esos destinos que no pueden definirse por un sólo atractivo. Cada rincón de la isla tiene un matiz, una historia propia que contar.
La gran mayoría de sus visitantes eligen el parque nacional homónimo, reserva de setenta mil hectáreas, atiborrada de senderos. Desde bahía Lapataia, en donde el viento antártico pega a toda hora y despeina a los incautos, se accede a la senda de la Baliza.
Desde el estacionamiento el sendero finge sencillez. Luce poco prometedor, rodeado de pastizales. Casi siempre está vacío. Muchos se marchan sin conocerlo. Como guía turístico, mi deber es conocer cada rincón del parque; de manera que me lanzo a recorrerlo más allá de los prejuicios. En minutos el monótono pastizal muta en un bosque, me veo rodeado de lengas, guindos, ñires, canelos. ¿Les suenan estas especies? Sólo existen en la Patagonia.
Ya fascinado, respirando el perfume de los ñires, parecido a la canela, me encuentro con una castorera. Sorpresa, aquí no sólo reinan los árboles.
Enseguida la paz del bosque se rompe, se abre de nuevo frente al mar. La bahía desde un ángulo diferente, la costa rocosa. El lecho marino de un color verdoso, metálico. De momento pienso que ya está, llegué al final del sendero. Pero no. Un cartel diminuto con una flecha señala un último recoveco. Me pregunto si valdrá la pena. Mis dudas se despejan con la misma fluidez que las olas. Vuelvo a internarme en el bosque por apenas un minuto, y de pronto… un puente estrecho. Camino, cauteloso, sobre el agua, piedras afiladas. Al otro lado está la playa.
La arena es blanca, brilla al sol de enero. La recorro hasta el final, pienso en cuánto me gustaría meter los pies en el agua, pero me da miedo enfermarme. ¡En Tierra del Fuego el agua es tan fría! Camino sin mirar al frente, los ojos puestos en el paisaje. Y de tanto caminar sin mirar por dónde, choco con un alambrado. Un cartel: No pasar, área restringida. Al otro lado, una pareja de patos a vapor. Sí, así se llaman. Son grises, monógamos. No pueden remontar vuelo. Cuando aletean en el agua producen un rastro de espuma, similar al que solían dejar esos barcos a… Bueno, ustedes entienden.
Hasta ahí llega el sendero, hasta una gran baliza. Una luz roja titilando a toda hora marca el punto más recóndito del parque, el último que puede ser visitado, y que, sin embargo, muchos turistas dejan pasar. Regreso por donde vine. De nuevo la costa, el bosque, el pastizal.
Tardé una hora en total, en ir y volver. Se necesita de un tiempo que por lo general las excursiones no pueden permitirse.
A quienes han llegado hasta acá les confieso: si alguna vez visitan el parque nacional Tierra del Fuego y llegan a bahía Lapataia, no crean eso que decimos los guías turísticos. No nos crean cuando decimos que han llegado al fin del mundo, no le crean al cartel de madera que ratifica esto con vehemencia. Tomen ese sendero a la derecha, ese que parece conducir a unos pastizales, porque ahí es donde en verdad se encuentra el último confín de su viaje.