Lost in Translation (2003) siempre fue uno de mis largometrajes preferidos. Como traductora y profesora de lenguas extranjeras, no puedo dejar de sentirme identificada de algún modo u otro, sobre todo ahora que resido en el gigante asiático. Permítanme recurrir a un paralelismo (entre la película y una vivencia personal) ahora que la soledad —temida y añorada al mismo tiempo— me invade por momentos. ¿Es la soledad un atractivo turístico o viajamos solos por necesidad?
David y yo nos conocimos en la recepción de una famosa cadena hotelera china. Ambos, occidentales, nos sorprendimos al vernos, pues, aunque Chengdu sea una de las ciudades más pobladas del país, no se ven tantos turistas extranjeros. David, estadounidense de padres polacos, vive en Japón, donde trabaja como profesor de inglés en un colegio. Yo, que también soy docente, imparto clases en una prestigiosa universidad china. Sentí cierto alivio cuando descubrí que no era la única que estaba perdida en aquella metrópolis.
Intercambiamos pocas palabras y nos deseamos una buena estancia. Sin embargo, al día siguiente, el destino se encaprichó en volver a cruzarnos durante el desayuno del hotel. Siempre disfruto especialmente de los desayunos cuando viajo: es uno de mis pequeños placeres. Solía reservar con desayuno incluido, pero esta vez lo había abonado aparte. David me comentó que pensaba visitar la base de pandas más importante de China. Yo también planeaba ir, así que decidimos hacerlo juntos.
En principio pensamos tomar un taxi, pero, según uno de los recepcionistas, la zona era algo inaccesible. Finalmente, pudimos llegar en autobús. El trayecto fue largo y nos dio tiempo para compartir buena parte de nuestras vidas y proyectos. Mi compañero de viaje estaba de vacaciones y aprovechaba para conocer Pekín, Chengdu y Shanghái. Por mi parte, decidí hacer turismo sola por primera vez desde mi llegada al país, aprovechando un puente en mi región. Ambos agradecimos habernos encontrado y acompañarnos al menos por un día.
Tras una exhaustiva visita entre largas colas para ver distintos tipos de panda, regresamos al centro de la ciudad en el mismo autobús. Sugerí seguir explorando juntos, y David aceptó sin pensarlo demasiado. Cuando cayó la noche, cenamos hot pot en el que, según él, era el mejor restaurante de la ciudad. No sabíamos si realmente lo era, pero quedamos más que satisfechos. Pagué yo, ya que David apenas llevaba efectivo y en China las formas de pago digitales son imprescindibles.
La última vez que nos vimos fue en el ascensor del hotel. Nos despedimos con cordialidad, comenzamos a seguirnos en redes sociales, pero no hubo silencios incómodos ni abrazos improvisados. Volví a mi habitación con un poso extraño, pensando que quizá debería haberle dado un abrazo, aunque enseguida recordé que seguía siendo un desconocido y que, probablemente, nunca más volveríamos a cruzarnos.
La soledad puede resultar atrayente -y adictiva- porque uno marca el ritmo de su viaje, pero también puede tornarse melancólica; se piensa, quizá, en exceso. El misterio, sin duda, es el ingrediente esencial: nunca sabemos con quién vamos a coincidir en el camino. Esta vez no hubo desenlace enigmático, pero, como siempre y como querría Sofia Coppola, sí hubo un final digno de reflexión.