Al momento que escribo este artículo me encuentro en la terminal 2 del aeropuerto internacional de la Ciudad de México (CDMX). Regresar me costó, pero nunca había tenido un reencuentro tan entrañable.
La última vez que volé fue el 6 de mayo del 2020 cuando, se decía, nos encontrábamos en el peor momento de la pandemia por COVID–19. Por cuestiones de trabajo me vi en la necesidad de romper momentáneamente el confinamiento sanitario en el que llevaba ya dos meses y me dispuse a viajar “a la buena de Dios”. En aquel momento el aeropuerto estaba vacío. Recuerdo que tan solo había una banda para entregar las maletas de todas las llegadas nacionales. Fue, por decir lo menos, un escenario apocalíptico.
El día de hoy es diferente, el aeropuerto está rebosante. Los viajeros están dispuestos a salir, a disfrutar al lado de sus familias y, porqué no, a pasear un poco buscando la tranquilidad que desde hace tiempo se nos arrebató.
No voy a mentir, estoy un poco preocupado. He recibido observaciones y críticas de casi todos a mi alrededor: que si no debo volar, que es mejor viajar por carretera, que estoy poniendo mi vida y la de mis seres queridos en riesgo, etc. Las tomo en cuenta, pero no puedo entrar en pánico y frenar por completo mis actividades por el tiempo indeterminado que dure esta pandemia.
Es cierto, son momentos difíciles, pero hay casos, como el mío, en el que regresar al aeropuerto es la forma más segura para estar con quienes amas –después de la respectiva cuarentena, claro está. Así que decidí seguir las medidas sanitarias al pie de la letra y me aventé a renovar mi pasión por viajar.
Volver a ver el aeropuerto de la CDMX después de ocho meses fue un sueño. El enorme árbol de navidad al centro de la rotonda de la terminal 2, los cientos de viajeros emocionados documentando maletas, el personal calmado y eficiente brindándonos certeza y seguridad. Darme cuenta que las prácticas han cambiado, pero el objetivo y los sentimientos no, me dio la esperanza de algún día, pronto, poder tomar un vuelo internacional y regresar “a las andadas”.
Ahora tengo un vuelo programado al Perú, mismo que no sé si podré abordar. Llevo poco más de 11 meses esperando ese momento y para cuando llegue (si es que llega) llevaré cerca de 17. Como en todos los casos, la situación es incierta, pero no queda más que poner buena cara y soñar con el momento en el que pueda reunirme con amigos mientras me sorprendo con maravillas inimaginadas.
Por eso es que los invito a replantear su estado anímico. Sé que hay muchas opiniones y que los escenarios son poco alentadores, pero en la medida en la que sigamos las instrucciones del personal de salud pronto podremos volver a disfrutar de nuestras actividades acompañados de quienes amamos. ¡No desesperen! Yo, al igual que ustedes, siento que esta situación no tiene fin; pero saber que la vida me está dando la oportunidad de experimentar el cambio que –como sociedad– estamos dando, es una aventura que he decidido atesorar.
Veo la pandemia como un buen viaje, de esos que, sin darte cuenta, te ayudan a crecer, a conocer tus límites y tus fortalezas; de los que te acercan a las personas de manera espiritual y te hacen valorar todo lo que tienes y das por sentado. Es despertar cada mañana con la firme intención de aprovechar al máximo el día, pero sin llevar prisas. Es darme cuenta que lo que importa no es cuántas cosas hagas, sino la calidad con que las realices.
Así, debo de aceptar que vine esta mañana con miedo de contagiarme, de sentirme abrumado por tanta gente o de no poder reestablecer una conexión con la actividad que tanto amo. Resulta que sigo emocionado por la experiencia, que continúo disfrutando del tiempo de espera y que me sigue intrigando a dónde viajan las personas. ¡Confirmo que viajar es mi pasión y así pueda tan solo hacerlo un par de veces al año, es algo que jamás dejaré de disfrutar!