La experiencia de subir una montaña puede ser, a veces, traumática. Y es que “trepar cerros” como lo llamamos en Ecuador, requiere de un componente místico, interior, personal. Es batallar contra nuestras propias limitaciones, contra nuestros miedos e incapacidades. Es una competencia contigo mismo, por vencer tus dudas y condiciones, una lucha encarnizada con esa voz interior que te repite, una y otra vez, no podrás lograrlo. Por eso, quizá, llegar a la cima sea tan gratificantemente satisfactorio, y a la vez tan efímero.
Son las 4 a.m. de un fin de semana cualquiera. Luego de 7 días de planificación operativa, llega al fin el día más esperado en la semana de un “trepacerros” amateur: El día en el que todo toma sentido y es hora de emprender el viaje. Siempre habrá alguien que llegue tarde, argumentando cualquier excusa. Siempre habrá alguien que se olvide de algo, rogando regresar para recogerlo. Siempre habrá alguien que no alcance a llegar, y tenga que preguntar por dónde es la ruta de viaje, para avanzar hasta allá. Quizá y esas tres personas, a veces sean la misma. Nada importa, porque en la mente de un trepacerros solo está algo vivo: prepararse psicológicamente para la aventura que se avecina. Esta vez nuestro destino nos lleva hacia la mágica provincia de Chimborazo, cuna de la montaña más alta del mundo, medida desde el centro del planeta, como nos enseñan en nuestras escuelas. 6310 metros sobre el nivel del mar, magnitud igualable solo con el gran Everest, sin nombrar a todos los picos, montes, montañas, volcanes y nevados que hay en el rango de altura entre estos dos monstruos naturales. Nos dirigimos al Cantón Chunchi, en un viaje de alrededor de 7 horas, con sus respectivas paradas técnicas de baño, alimentación y abasto, donde nos espera la historia, la aventura y, como no, el gratificante esfuerzo físico. Son muchas horas de manejar, pero todo tiene su recompensa cuando el amanecer llega e inunda de luz el paraje andino. Los nevados cambian sus vestimentas por colores cálidos, el cielo se torna de ese violáceo nocturno a un celeste, cada minuto, más intenso. Mi mente no deja de pensar si estoy preparado, luego de esto, para subir algún otro coloso de los andes ecuatorianos.
Chunchi es un poblado de no más de 20 mil habitantes, donde su historia se ve marcada por crisis económicas y procesos migratorios constantes. Si bien es un pueblo en crecimiento, en desarrollo, aún se ven en sus calles esa historia que nos encanta, que nos cautiva, que nos enamora. Sus casas antiguas, sus balcones arcaicos y uno que otro pusilánime parque, contrasta con esa población comerciante que busca, con cada sol, progresar en un tercer mundo que no para de embargarlo. Pese a todo, su gente, pujante y guerrera, muestra, cada hora, algo que sus ancestros les enseñaron: Batallar hasta el final.
Nos detenemos a cargar gasolina y energías. Un desayuno fortificado no se le niega a ningún deportista. La mañana avanza, así como nuestro afán de llegar, y de sentir, en carne propia, a qué sabe esa montaña de mitos e historias, qué se siente estar en el mismísimo lugar donde la cultura Cañari se originó. Luego de abastecernos, alimentarnos y revisar que todo esté en orden antes de nuestra subida, continuamos rumbo a las faldas del cerro Puñay, lugar de nacimiento en lengua Cañari. A nuestra llegada, la montaña nos espera de la forma que teníamos planeado: neblina. La mitad de un grupo de 8 personas empieza a mostrar recelo y duda, la lluvia se avecina y nunca ha sido buena compañía en un plan de montaña. Uno de los avezados recomienda hacer el ritual de inicio: pedir permiso a la montaña. En un círculo, tomamos un puñado de tierra y agradeciendo primero a la Pachamama por permitirnos llegar sin novedad, arrojamos la tierra al aire y solicitamos a los Apus, espíritus guardianes de la montaña, nos permitan ingresar sin problemas, porque no venimos sino para aprender, a vivir. Poco a poco la garúa, lluvia leve proveniente de esas nubes livianas que se quedan entre la tierra y el cielo, empieza a cubrirnos con su manto, agregando más adeptos al grupo de indecisos. Pero como nunca se ha llegado a ningún lado si no se da un primer paso, alguien toma las riendas del grupo y comienza a enfrentar al sendero que, luego de menos de tres horas, nos llevará a la cumbre.
Imágenes desde lo alto del Cerro Puñay
El cerro Puñay es cuna de una de las historias más contadas en esta zona. Cuenta la leyenda que mucho tiempo atrás hubo una lluvia torrencial que cubrió de agua todo el valle de Piñancay, alrededor del cerro. Tanta fue la destrucción que nadie sobrevivió, con excepción de una pareja de hermanos que, con las últimas fuerzas, treparon al cerro para protegerse del embate de la lluvia. Al llegar a la cima, su sorpresa incrementó al notar que ahí les esperaban dos doncellas, con cuerpo de mujer y cabeza de guacamaya, quienes curaron sus heridas y los alimentaron hasta que recuperaron sus fuerzas. Una vez la lluvia mermó, y su fortaleza volvió, las mujer-guacamayas les compartieron su secreto: ellos serían los designados por los dioses para, junto a las doncellas, repoblar el mundo. Es así como nació el pueblo cañari, un pueblo rebelde que se opuso a la conquista kichwa, encabezada por el inca emperador Huayna Cápac, y que luego fue vilipendiado y humillado, al apoyar a los españoles en la conquista, como recurso para frenar la cruenta abatida del inca contra su pueblo. Como homenaje a esta leyenda/mito/historia, los cañaris construyeron, sobre la cumbre del cerro, el Hatun Pukara, celebración del gran rojo, una pirámide truncada de 7 pisos, que su estructura forma la figura de una guacamaya. Esta obra arqueológica es considerada una de las más grandes de América, con una extensión de 130 metros de base, por 34 metros de alto.
El camino que transitamos, irónicamente llamado Huacayñan, sendero de llanto, tiene mucho de criterio con su nombre: 3,8 kilómetros de una empinada cuesta, donde se prueba el valor de los aventureros. Durante nuestro ascenso la lluvia merma, dando fe que el ritual funcionó, y mientras subimos, personas heridas bajan por el mismo sendero. Al no seguir el camino señalado, algunas de las piedras se remueven, lo que hace que caigan sobre los senderistas que están abajo, hiriendo a algunos. Nosotros salimos intactos, pero atentos a nuestras fuerzas y a lo que puede venir desde arriba. En cada kilómetro tomamos agua y fuerzas, recordando qué nos trajo aquí. Luego de dos horas llegamos al lugar sagrado del que tanto nos han hablado: La Piedra del Sacrificio. Una roca de aproximadamente 4 metros de alto, que al otro lado da a un precipicio 100 veces mayor. Dejamos el uniforme de excursionistas y nos vestimos de turistas, para treparnos en la roca y tomarnos sendas fotos, en posiciones diferentes. Y es que todos llevamos por dentro ese deseo de mostrar al mundo a dónde hemos llegado, a dónde somos capaces de llegar. Al frente de la roca se dibuja lo que no esperábamos: La Pirámide del Puñay. Toda cubierta por un espeso verdor, producto de miles de años que pasaron sobre ella, protegiéndola quizá, o guardándola de quienes no son merecedores de su belleza. Hay quienes afirman que eso es solo una montaña más, pero en el ascenso de 34 metros se nota la abismal diferencia. La pendiente es muy diferente a lo que venimos surcando. Luego de una hora más, llegamos a la última de las porciones de la pirámide truncada, la que complementa la imagen de la guacamaya, donde nos espera una planicie, pero también el premio a nuestro esfuerzo de lodo, sangre y sudor. Hemos llegado a lo más alto del mundo. En ese momento, para un grupo de principiantes, la recompensa es clara: un atardecer donde las nubes se encuentran debajo de nosotros y sobre nosotros únicamente la cúpula celestial. El sol se va ocultando y en el camino va tornando el cielo de colores extraños, místicos, innombrables. Los nevados, que son los únicos que están más arriba de nosotros, y así no tan arriba, se bañan de esos últimos rayos y el blanco de su capa toma un color más vivo. Poco a poco las constelaciones van tomando forma y nos cubren con su manto de frío y oscuridad. La noche transita callada y un nuevo amanecer nos despierta, llenándonos de luz la mirada, pero además de algo que no habíamos visto antes: un nuevo inicio desde lo más alto de nosotros, más allá de nuestros miedos, más allá del “no puedo”, más cerca de un nuevo yo. Luces bañan el valle y así como es hora de la foto que mostrará, en redes sociales, que fuimos, que lo logramos, que volveremos, es momento de regresar a la ciudad, a la vida normal, hasta un nuevo fin de semana donde otro atardecer nos recibirá y otro amanecer nos esperará, porque no importa donde vivas, sino donde empiezas a ser feliz.