Pido que piensen en el último viaje que realizaron y que describan el paisaje más bello que pudieron observar.
La gente antes de todo, empieza queriendo enseñarme una foto, tal vez porque una imagen valga más que mil palabras, tal vez porque perdimos casi totalmente nuestra habilidad descriptiva después que ganamos la facilidad de fotografiar todo.
Entonces, les comento que ahora las fotografías no me sirven y pido que describan, con palabras, el último paisaje que les pareció encantador.
Poco a poco, la gente empieza a hablar sobre cascadas, playas, cordilleras, grandes centros urbanos. Comentan sobre los colores del Perú, las luces de Time Square y la cantidad de edificios de São Paulo.
En general, todos los elementos descritos cuando conversamos sobre paisajes suelen ser elementos visuales, y eso es bastante comprensible considerando que, según Milton Santos (1988) todo aquello que vemos, lo que nuestra visión alcanza es el paisaje; pero no se puede olvidar que, también de acuerdo con el geógrafo brasileño mencionado, el paisaje no es formado solo por volumen, sino de colores, movimientos, olores, sonidos. De la misma manera, la dimensión del paisaje es la dimensión de la percepción, lo que llega a nuestros sentidos.
Tuan (2012), geógrafo chino-estadunidense, considera la visión el sentido más precioso, pero comenta que el mundo percibido por los ojos es más abstracto que el mundo conocido por medio de los otros sentidos. Ver no involucraría profundamente las emociones tanto cuanto sentir los olores, por ejemplo. Y sobre el tacto él añade “es la experiencia directa de la resistencia. La experiencia directa del mundo como un sistema de resistencias y presiones que nos convence de que existe una realidad independiente de nuestra imaginación «.
Yo pregunto: «cómo olía el último destino al que viajó, cuál era el sonido, la textura», y la gente no sabe describir porque le faltan palabras, porque no se ha detenido a pensarlo, porque la foto no captura el olor, entonces la gente tampoco puede hacerlo.
“Cuando llegué a Barcelona, la ciudad olía a “xurro amb xocolata”, era invierno. Cuando partí ya era el olor a la playa lo que dominaba mi nariz y hacía derretirme, era septiembre. Yo no salía de la orilla del mar. El agua no era tan calentita como es el agua de las playas de Brasil, pero también nunca me pareció demasiado fría como para no meterme. La temperatura, en verdad, me parecía exacta, a lo mejor porque yo sentía que estaba exactamente donde debía y quería estar, desnuda en el mediterráneo.
Mis zapatos siempre se encargaban de llevar arena hacia el departamento. Entonces, ya sentía en el suelo de mi habitación la arena de Platja de la Nova Icària mezclada con la arena del Desierto del Sahara que había visitado hacía semanas y, en vez de ponerme a barrer de inmediato, pensaba en cómo la movilidad era algo increíble, John Urry y Cecília Meireles. Ir y Venir. Pensaba cómo el desierto donde estuve, así como la nieve donde aún estaría, eran otros tipo de océano. Yo estuve por ahogarme en todos ellos. Las texturas son aspectos inolvidables.”
Milton Santos también comenta que “la percepción es siempre un proceso selectivo de aprehensión. Si la realidad es solo una, cada persona la observa de manera diferente”. Entonces, no se espera que sintamos el mismo olor, gusto, sonido – sacar las mismas fotos ya es demasiado – pero es necesario que sintamos algo. Rechazar la indiferencia.
Cerrar los ojos por un momento, slow travel, algo así, guardar el teléfono en el bolsillo, fijarnos en nuestros otros sentidos para que podamos facilitar la transformación de espacios en lugares y así, podamos – en relación a esos lugares – nutrir lazos afectivos. Tuan (2012) define los lazos afectivos (simbólicos) de los seres humanos con el medio ambiente como Topofilia. En fin, vuelvo al comienzo: Pido que piensen en el último viaje que han hecho y describan el paisaje más bello que pudieron observar.